“En estas condiciones, sólo pueden existir

lenguas vencedoras y lenguas vencidas”

(J. V  Stalin, Al compañero Kholopov 28 julio 1950)


 
 
Lengua e Imperio

Si el término geolingüística no fuese ya utilizado por los lingüistas para expresar la geografía lingüística o lingüística espacial, a saber, el estudio de la difusión geográfica de los fenómenos lingüísticos, se la podría emplear para indicar la geopolítica de la lengua, es decir, el rol del factor lingüístico en relación entre el espacio físico y el espacio político.  Para sugerir esta posibilidad no está solamente la existencia de análogos compuestos nominales, como la geohistoria, la geofilosofía, la geoeconomía, sino también la relación de la geopolítica de la lengua con una disciplina designada por uno de tales términos: la geoestrategia.

Siempre fue la lengua compañera del imperio“: el nexo entre hegemonía lingüística y hegemonía político-militar, así naturalmente representado por el gramático y lexicógrafo Elio Antonio de Nebrija (1441-1522), respalda la definición que el Mariscal de Francia Louis Lyautey (1854 – 1934) dio de la lengua: “un dialecto que tiene un ejército y una marina de guerra”.  En el mismo orden de ideas se inspira el general Jordis von Lohausen (1907-2002), cuando afirma que “la política lingüística se la considera en el mismo plano de la política militar” y dice que “los libros en el idioma original desempeñan en el extranjero un papel a veces más importante que el de los cañones”[1].  De acuerdo con el geopolítico austríaco, de hecho, “la difusión de una lengua es más importante que cualquier otro tipo de expansión, ya que la espada sólo puede delimitar el territorio y la economía aprovecharlo, pero la lengua conserva y llena el territorio conquistado”[2].  Es esto, por otra parte, el significado de la famosa frase de Anton Zischka (1904-1997): “Preferimos a los profesores de lenguas que a los militares”.

La afirmación del general von Lohausen puede ilustrarse con una amplia gama de ejemplos históricos, empezando por el caso del Imperio Romano, que entre sus factores de potencia estuvo la difusión del latín: un dialecto campesino que con el desarrollo político de Roma se convirtió, en competencia con el griego, en la segunda lengua del mundo antiguo; utilizado por los pueblos del Imperio, no por imposición, sino inducidos por el prestigio de Roma.  Desde el principio el latín sirvió a las poblaciones sometidas para comunicarse con los soldados, los funcionarios oficiales y los colonos;  enseguida se convirtió en el sello distintivo de la comunidad romana.

Sin embargo, en el espacio imperial romano, que por medio milenio constituyó una sola patria para diversae gentes (diversos pueblos, tribus) localizadas entre el Atlántico y Mesopotamia, y también entre Gran Bretaña y Libia, no correspondió a una lengua única; el proceso de romanización fue más lento y difícil cuando los Romanos entraban en contacto con territorios en los que se hablaba la lengua griega, expresión y vehículo de una cultura que gozaba, en los ambientes de la misma élite romana, de un enorme prestigio.  El romano fue en sustancia un imperio bilingüe: el latín y griego, en cuanto lenguas de la política, del derecho y del ejército, además de las letras, la filosofía y de las religiones, desarrollaron una función supranacional, a la cual los idiomas locales de la ecúmene imperial no tenían la capacidad para desempeñarla.

Seguramente es casi imposible separar claramente la línea de frontera del dominio del latín y el griego al interior del Imperio Romano, sin embargo, podemos afirmar que la división del Imperio en dos partes y la sucesiva escisión se produjo a lo largo de una línea de demarcación coincidente grosso modo con la frontera lingüística, que redujo a la mitad tanto a los territorios de Europa como a los del norte de África.  En Libia, de igual manera, a lo largo de esta línea es donde se ha producido recientemente la fractura que ha separado de nuevo a Tripolitania de la Cirenaica.

Siguiendo el mapa lingüístico de Europa, se presenta una situación que Dante describe identificando tres áreas distintas: la del mundo germánico, en la que congrega también a eslavos y húngaros; la de lengua griega y aquella de los idiomas neolatinos[3]; al interno de esta última, él puede distinguir posteriormente tres unidades particulares: el provenzal (lengua de oc), el francés (lengua de oil) y el italiano (lengua del sí).  Pero Dante está lejos de utilizar el argumento de la fragmentación lingüística para sostener la fragmentación política, de hecho, él está convencido que sólo la restauración de la unidad imperial podría realizarse si Italia, “el bello país donde el sí suena”[4] volverá a ser “El jardín del Imperio”[5].  Y el Imperio tiene su propia lengua, el latín, porque, como dice el mismo Dante, “la lengua latina es perpetua e incorruptible, y la lengua vulgar es inestable y corruptible.”[6]

En una Europa fragmentada lingüísticamente, que el Sacro Imperio Romano quería reconstituir en unidad política, una poderosa función unitaria es desarrollada también por el latín: no por el sermo vulgaris (latín vulgar), sino por la lengua de cultura de la res publica clericorum (república de los doctos).  Este “latín escolástico”, si queremos indicar su dimensión geopolítica, “fue el portador para toda Europa, e incluso fuera, de la civilización latina y cristiana: confirmándola, como en España, en África ( … ), en la Galia; o incorporando a esa nueva zona o apenas tocada por la civilización romana: Alemania, Inglaterra, Irlanda, por no hablar también de los países nórdicos y eslavos “[7].

 
 

Las grandes áreas lingüísticas

Entre todas las lenguas neolatinas, la que mayor expansión alcanzó fue la lengua castellana.  A raíz de la bula de Alejandro VI, que en 1493 dividió el Nuevo Mundo entre españoles y portugueses, el castellano se impuso en las colonias pertenecientes a España, desde México hasta Tierra del Fuego; pero incluso, después de la emancipación de los estados particulares salidos de las ruinas Imperio de la América, éstos mantuvieron el castellano como lengua nacional, razón por la cual la América Latina posee una unidad cultural relativa y el dominio de la lengua española también se extiende sobre una parte del territorio de los EE.UU.

Por lo que corresponde al dominio de la otra lengua ibérica, para presenciar la extensión del área colonial que en otros tiempos perteneció al Portugal, bastará el hecho que la lengua de Camões es “la lengua romance que dio origen al mayor número de variedades criollas, ya que algunas están extinguidas o en peligro de extinción”[8]: desde Goa a Ceilán, desde Macao a Java, desde Malaca a Cabo Verde y  Guinea.  Entre los Estados que han aceptado la herencia de habla portuguesa, se impone hoy en día el país emergente, representado por el acrónimo BRICS: Brasil, con sus doscientos millones de habitantes, frente a los diez millones y medio de habitantes que viven en la antigua madrepatria europea.

La expansión extraeuropea del francés como lengua nacional, al contrario, fue inferior respecto al que se le tenía como lengua de la cultura y comunicación.  De hecho, si el francés es la quinta lengua más hablada en el mundo por número de hablantes (unos doscientos cincuenta millones) y es la segunda más estudiada como lengua extranjera, se encuentra a su vez en el noveno puesto por número de hablantes nativos (aproximadamente setenta millones; alrededor de ciento treinta si también se añaden los individuos bilingües).  En todo caso, es el único idioma que se encuentra difundido, como lengua oficial, en todos los continentes: es lengua de intercambio en África, el continente que incluye el mayor número de entidades estatales (más de veinte) en los cuales el francés es la lengua oficial; es la tercera lengua en América del Norte; es utilizada también en el Océano Índico y en el Pacífico Sur.  Estados y gobiernos que por diversas razones tienen en común el uso del francés, se agrupan en la Organización Internacional de la Francofonía (OIF), fundada 20 de marzo de 1970 en la Convención de Niamey.

Eminentemente eurasiática es el área de expansión de la lengua rusa, lengua común y oficial de un Estado multinacional que, incluso en la sucesión de las fases históricas y políticas que han cambiado la dimensión territorial, sigue siendo la más extensa sobre la faz de la tierra.  Si en el período soviético el ruso podría ser glorificado como “el instrumento de la civilización más avanzada, de la civilización socialista, de la ciencia progresista, la lengua de la paz y el progreso (…) lengua grande, rica y poderosa (…) instrumento de la civilización más avanzada del mundo”[9] y, como tal, de enseñanza obligatoria en los países de Europa del Este, después de 1991 goza de un estatus diferente en cada uno de los Estados sucesores de la Unión Soviética.  En la Federación Rusa, la Constitución de 1992 consagra el derecho de todo ciudadano a la propia pertenencia nacional y al uso de la lengua correspondiente y, además, garantiza a cada República la facultad de valerse, junto a la lengua oficial rusa, de las lenguas de las nacionalidades que la constituyen.

Si el ruso está en el primer puesto por la extensión del territorio del Estado del que es el idioma oficial, el chino tiene la preeminencia por el número de hablantes. Actualmente utilizado aproximadamente por un millón trescientos mil personas, el chino desde la antigüedad se presenta como un conjunto de variaciones que hacen que sea muy difícil aplicarle el término dialecto; se destaca entre todos el mandarín, un grupo grande y diverso que a su vez se distingue en mandarín del Norte, del Oeste y del Sur.  El mandarín del Norte, que tiene su centro en Beijing, ha sido tomado como modelo para la lengua oficial (pǔtōnghuà, literalmente “lengua común”), hablada como lengua madre por más de ochocientos millones de personas.  Oficialmente, la población de la República Popular de China, que en su Constitución se define como “Estado plurinacional unitario”, se compone de cincuenta y seis nacionalidades (minzu), cada una de las cuales utiliza su propia lengua, y entre éstas, la más numerosa es la Han (92% de la población ), mientras las otras cincuenta y cinco, que constituyen el 8% restante, “hablan al menos sesenta y cuatro idiomas, de las cuales veintiséis tienen una forma escrita y se imparten en las escuelas primarias”.[10]

El hindi y el urdu, que pueden ser consideradas como continuaciones del sánscrito, son las lenguas predominantes en el subcontinente indio, donde diez estados de la Unión de la India conforman el llamado “Cinturón Hindi” y donde el urdu es el idioma oficial de Pakistán.  La diferencia más obvia entre estas dos lenguas consiste en que la primera se sirve de la escritura devanagari, mientras la segunda hace uso del árabe; sobre el plano lexical, el hindi ha recuperado una cierta cantidad de elementos sánscritos, mientras el urdu ha incorporado muchos términos persas.  En cuanto al hindi, se podría decir que ha jugado en el subcontinente indio una función similar a la del mandarín en China, puesto que, formado sobre la base de un dialecto hablado en las cercanías de Delhi (el khari boli), junto con el inglés, se ha convertido, entre las veintidós lenguas mencionadas en la Constitución de la India, en el idioma oficial de la Unión.

El árabe, vehículo de la revelación coránica, con la expansión del Islam se ha difundido mucho más allá de sus límites originales: desde Arabia hasta el norte de África, desde Mesopotamia hasta España.  Se caracteriza por una notable riqueza de formas gramaticales y de una finura de relaciones sintácticas, con tendencia a enriquecer su léxico aprovechando de vocablos de dialectos y lenguas extranjeras, el árabe prestó su sistema alfabético para lenguas pertenecientes a otras familias, como el persa, el turco, el urdu; codificado por gramáticos, se convirtió en la  lengua docta del dâr al-islâm, la cual reemplazó al siríaco, al copto, a los dialectos bereberes; enriqueció con numerosos préstamos al persa, al turco, a las lenguas hindúes, al malayo, a las lenguas Ibéricas; como instrumento de filosofía y ciencia, influenció las lenguas europeas cuando los califatos de Bagdad y Córdoba constituían los principales centros de cultura a los que podía recurrir la Europa cristiana.  Hoy en día, el árabe es de alguna manera conocido, estudiado y utilizado, en cuanto lengua sacra y de práctica ritual, en el ámbito de una comunidad que sobrepasa el millón de almas.  Como lengua materna, pertenecen a ésta aproximadamente doscientos cincuenta millones de personas, distribuidas sobre un área políticamente fraccionada desde Marruecos y Mauritania y se extiende hasta el Sudán y la Península Arábiga.  A tal denominador lingüístico se refieren los proyectos de unidad de la nación árabe formulados en el siglo pasado: “Árabe es aquel cuya lengua materna es el árabe”[11] se lee, por ejemplo, en el Estatuto del Baath.

 
 

La lengua del imperialismo estadounidense

A lo largo de la primera mitad del siglo XX, la lengua extranjera más conocida en la Europa continental fue el francés.  Por lo que respecta en particular a Italia, “solo en el año 1918 se establecieron cátedras universitarias de inglés y en la misma fecha se remonta la fundación del Instituto Británico de Florencia, que, con su biblioteca y sus cursos de idiomas, pronto se convirtió en el centro más importante de difusión del idioma inglés a nivel universitario”[12].  En la Conferencia de Paz del año siguiente, los Estados Unidos, que para entonces ya se habían introducido en el espacio europeo, impusieron por primera vez el inglés – junto con el francés – cual lengua diplomática.  Pero para determinar la decisiva superación del idioma francés por parte del inglés, fue el éxito en la Segunda Guerra Mundial que dio lugar a la penetración de la “cultura” anglo-estadounidense en toda Europa Occidental.  De la importancia asumida por el factor lingüístico en una estrategia de dominación política, por otra parte, no era desconocida por el mismo Sir Winston Churchill, quién declaró explícitamente el 6 de septiembre de 1943: “El poder dominar la lengua de un pueblo brinda ganancias que superan con creces el despojo a provincias y territorios o saquearlas con la explotación.  Los imperios del futuro son aquellos de la mente”.   Con la caída de la Unión Soviética, en la Europa Central y Oriental “liberadas”, el inglés no sólo ha socavado al ruso, sino también ha suplantado en gran parte al alemán, al francés y al italiano, que antes tenían  una amplia circulación.  Por otro lado, la hegemonía del inglés en las comunicaciones internacionales se consolidó en la fase más intensa de la globalización.

De esta manera, los teóricos anglo-americanos del mundo globalizado han podido elaborar, basándose sobre el peso geopolítico ejercido por el idioma inglés, el concepto de “Anglósfera”, definida por el periodista Andrew Sullivan como “la idea de un grupo de países en expansión que comparten principios fundamentales: el individualismo, la supremacía de la ley, el respeto de los contratos y acuerdos, y el reconocimiento de la libertad como valor político y cultural primordial”[13].  Parece que quién introdujo el término “Anglósfera” en el año 2000 fue un escritor estadounidense, James C. Bennett; en su opinión “los países de habla inglesa guiarán el mundo en el siglo XXI” (Why the English-Speaking Nations Will Lead the Way in the Twenty-First Century es el subtítulo de su libro The Anglosphere Challenge), ya que el actual sistema de Estados está condenado a derrumbarse por los golpes del ciberespacio anglófono y de la ideología liberal.  El historiador Andrew Roberts, continuador de la obra de historiografía de Churchill con A History of the English Speaking Peoples since 1900, sostiene que el predominio de la Anglosfera se debe a la lucha de los países anglófonos contra las epifanías del fascismo (es decir, – sic – “la Alemania Guillermina, el nazismo, el comunismo y el Islamismo”), en defensa de las instituciones representativas y el libre mercado.

Menos ideológica la tesis del historiador John Laughland, según la cual “la importancia geopolítica del idioma inglés ( … ) sólo es relevante en función de la potencia geopolítica de los países anglófonos.  Podría ser una herramienta por éstos usado para reforzar su influencia, pero no es una fuente independiente de esta última, al menos no de la potencia militar”[14].  La lengua, concluye Laughland, puede reflejar la potencia política, pero no la puede crear.

En este caso, la verdad está en el medio.  Es cierto que la importancia de una lengua depende – a menudo, pero no siempre – de la potencia política, militar y económica del país que la habla; es cierto que las derrotas geopolíticas conducen a las lingüísticas, es cierto que “el inglés avanza en detrimento del francés, ya que los Estados Unidos en la actualidad es más poderoso que los países europeos, quienes aceptan que sea consagrada como lengua internacional una lengua que no pertenece a ningún país de la Europa continental”[15].  Sin embargo, todavía existe una verdad complementaria: la difusión internacional de una lengua contribuye a aumentar el prestigio del país en cuestión, aumenta la influencia cultural y, eventualmente la política (un concepto, éste, que pocos son capaces de expresar sin recurrir al anglicismo soft power); con mayor razón, el predominio de una lengua en la comunicación internacional da un poder hegemónico al más potente entre los países que la hablan como lengua materna .

Con respecto a la difusión actual del inglés, “lengua de la red, de la diplomacia, de la guerra, de las transacciones financieras y la innovación tecnológica, no hay duda: esta situación proporciona a los pueblos de habla inglesa una ventaja incomparable y a todos los demás una desventaja considerable.”[16].  Cómo explica menos diplomáticamente el general von Lohausen, la ventaja que los Estados Unidos han conseguido de la anglofonía “ha sido igual para sus comerciantes y para sus técnicos, sus científicos y sus escritores, sus políticos y sus diplomáticos.  Mientras el inglés sea más hablado en el mundo, los Estados Unidos más podrán aventajarse de la fuerza creadora extranjera, atrayendo para sí, sin encontrar obstáculos, ideas, escritos, invenciones de los demás.  Aquellos cuya lengua materna es universal, poseen una superioridad evidente.  El préstamo concedido a la expansión de esta lengua retorna centuplicado a su fuente”[17].

 
 
¿Cuál lengua para Europa?

En los siglos XVI y XVII, después del Tratado de Paz de Cateau-Cambrésis (1559) que había sancionado la dominación española en Italia, la lengua castellana, además de ser utilizada por las Cancillerías de Milán y Nápoles, se difunde en el mundo de la política y las letras.  El número de voces italianas (y dialectales) nacidas en ese período por efecto del influjo del español, es elevadísimo[18].  Entre todos estos hispanismos, sin embargo, algunos fueron utilizados sólo ocasionalmente y no pueden ser considerados como de uso general; al contrario, tuvieron una vida efímera y desaparecieron sin dejar rastro; sólo una minoría se convirtió en una parte permanente del vocabulario italiano.  Después de la Paz de Utrecht (1713), que marcó el fin de la hegemonía española en la península, la influencia del castellano sobre la lengua italiana “ha sido mucho menor que la de siglos anteriores”[19].

Es razonable suponer que tampoco el colonalismo cultural de expresión anglo-americana colonial deba durar para toda la eternidad; y de hecho, algunos lingüistas ya predicen que a la actual fase de predominio anglófono, le seguirá una fase de decadencia[20].  Al estar vinculado a la hegemonía imperialista estadounidense, el predominio del inglés está destinado a sufrir en manera decisiva por la transición de la etapa unipolar a la multipolar, por lo que el escenario que la geopolítica de la lengua puede prefigurar razonablemente, es el de un mundo articulado según el multipolarismo de las áreas lingüísticas.

A diferencia del continente americano, que presenta una clara repartición entre el bloque norte anglófono y aquél hispanófono y lusófono de la parte central y sur del continente, Eurasia es el continente de la fragmentación lingüística.  Junto a los grandes espacios representados por Rusia, China o la India, relativamente homogéneos bajo el perfil lingüístico, tenemos un espacio europeo caracterizado por una situación de acentuado multilingüismo.

Por lo tanto, habría sido lógico que los fundadores de la Comunidad Económica Europea, si realmente querían rechazar una solución monolingüística, debieron adoptar como lenguas oficiales, entre aquéllas de los países miembros, las dos o tres más hablada en el área; tal vez escogiendo, en previsión de las sucesivas ampliaciones de la CEE, una terna de lenguas que representasen las tres principales familias europeas: la germánica, la románica y la eslava.  En su lugar, el artículo 1 del reglamento emitido en el 1958, indica cuatro lenguas (francés, italiano, alemán y holandés) como las “lenguas oficiales y lenguas de trabajo de las instituciones de la Comunidad”, con el resultado de que las “lenguas de trabajo” son ahora prácticamente tres: el francés, el alemán y… el inglés.

El fracaso de la Unión Europea impone el someter a una revisión radical al proyecto europeísta y refundar sobre nuevas bases el edificio político europeo.  La nueva clase política que será llamada para afrontar esta tarea histórica, no podrá evadir un problema fundamental como es el de la lengua.

 
 

Traducción:  Francisco de la Torre





[1] Jordis von Lohausen, Les empires et la puissance, Editions du Labyrinthe, Arpajon 1996, p. 49.

[2] Jordis von Lohausen, ibidem.

[3] De vulgari eloquentia, VIII, 3-6.

[4] Dante, Inf. XXXIII, 80.

[5] Dante, Purg. VI, 105.

[6] Dante, Convivio, I, 5.

[7] Luigi Alfonsi, La letteratura latina medievale, Accademia, Milano 1988, p. 11.

[8] Carlo Tagliavini, Le origini delle lingue neolatine, Pàtron, Bologna 1982, p. 202.

[9] “Voprosy Filozofij”, 2, 1949, cit. in: Lucien Laurat, Stalin, la linguistica e l’imperialismo russo, Graphos, Genova 1995, p. 52.

[10] Roland Breton, Atlante mondiale delle lingue, Vallardi, Milano 2010, p. 34.

[11] Michel ‘Aflaq, La resurrezione degli Arabi, Edizioni all’insegna del Veltro, Parma 2011, p. 54.

[12] I. Baldelli, in Bruno Migliorini – Ignazio Baldelli, Breve storia della lingua italiana, Sansoni, Firenze 1972, p. 331.

[13] Andrew Sullivan, Come on in: The Anglosphere is freedom’s new home, “The Sunday Times”, 2 febbraio 2003.

[14] John Laughland, L’Anglosfera non esiste, “I quaderni speciali di Limes”, a. 2, n. 3, p. 178.

[15] Alain de Benoist, Non à l’hégémonie de l’anglais d’aéroport!, voxnr.com, 27 maggio 2013.

[16] Sergio Romano, Funzione mondiale dell’inglese. Troppo utile per combatterla, “Corriere della Sera”, 28 ottobre 2012.

[17] Jordis von Lohausen, ibidem.

[18] Gian Luigi Beccaria, Spagnolo e Spagnoli in Italia. Riflessi ispanici sulla lingua italiana del Cinque e del Seicento, Giappichelli, Torino 1968.

[19] Paolo Zolli, Le parole straniere, Zanichelli, Bologna 1976, p. 76.

[20] Nicholas Ostler, The Last Lingua Franca: English Until the Return of Babel, Allen Lane, London 2010.


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Claudio Mutti, antichista di formazione, ha svolto attività didattica e di ricerca presso lo Studio di Filologia Ugrofinnica dell’Università di Bologna. Successivamente ha insegnato latino e greco nei licei. Ha pubblicato qualche centinaio di articoli in italiano e in altre lingue. Nel 1978 ha fondato le Edizioni all'insegna del Veltro, che hanno in catalogo oltre un centinaio di titoli. Dirige il trimestrale “Eurasia. Rivista di studi geopolitici”. Tra i suoi libri più recenti: A oriente di Roma e di Berlino (2003), Imperium. Epifanie dell’idea di impero (2005), L’unità dell’Eurasia (2008), Gentes. Popoli, territori, miti (2010), Esploratori del continente (2011), A domanda risponde (2013), Democrazia e talassocrazia (2014), Saturnia regna (2015).